Queríamos ver los restos de La Concordia Antigua, por eso viajamos desde El Santuario, municipio de Socoltenango, hasta el lugar donde esperábamos ver los restos de una iglesia, por lo menos, o algún otro edificio, de los que quedaron sepultados bajo el agua hace más de 30 años.
Esta vez viajamos Ramón José Luis Cordero Torres, quien fungió como guía; Fernando López Morales, un amigo espontáneo que se sumó el mismo día de la expedición, obviamente el conductor de la lancha, y yo.
Cuatro personas, el río convertido en represa, una diversidad de aves de pico muy largo y los escurridizos peces abajo, unos huyendo por el ruido del motor, otros porque veían pasar los picotazos de los pájaros.
Era un día soleado.
A ratos, sin embargo, las nubes se posaban sobre nosotros, como para hacer el viaje más placentero. La brisa azotaba, deliciosa, sobre los rostros. Yo tomaba fotos.
Patos, golondrinas, frailecillos, gaviotas formando colonias, grupos de alcatraces, montones de pelícanos y otros que no conocíamos pasaban cerca de la nave, a veces porque interrumpíamos su cotidiana pesca. Unos pasaban volando y nos miraban de reojo, sólo para monitorear nuestro avance.
Su compañía era grata.
La lente de mi cámara accionaba a cada vuelo, a cada movimiento de ellas.
De repente perseguíamos con la mirada a algún par de aves, quienes jugueteaban entre sí, retándose, provocándose o simplemente volando para ejercitar los músculos de las alas.
Parecíamos niños los tres viajeros, porque el lanchero, bastante acostumbrado a mirar todos los días a tanto pájaro, se divertía pero de nosotros.
El viaje era sencillamente delicioso.
Mirábamos a los lados de la represa, que llamamos de La Angostura, y alguno preguntaba si los terrenos de al lado era del municipio de Socoltenango, de Chicomuselo, de la Concordia o Jaltenango.
E hicimos un descubrimiento: Socoltenango tiene tierras de uno y otro lado de la represa; La Concordia también.
Nos preguntábamos: ¿Por qué los pueblos del otro lado del río no se declaran independientes y pasan a formar parte de otro municipio, el más cercano?
Porque cruzar el gran río resulta muy oneroso, y viajar solamente en carros de pasajeros no tanto.
De hecho, hay quienes se ven en la necesidad de viajar varios kilómetros de carretera en unidades vehiculares, y luego, al llegar a la orilla de la represa, pagar a una lancha denominada localmente “chalán” o “chalana” para subir ahí los carros y cruzar al otro lado de río, y luego continuar el viaje a su destino final, alguna comunidad cercana.
Hay quienes, de hecho, buscando romper con la rutina o pensando en un viaje plagado de emociones, viajan desde el municipio de Chicomuselo a la capital del estado, de esa manera: a ratos en carretera pavimentada, a ratos en terracerías, algunos minutos en lancha, por los dos o tres viajes en “chalán” para cruzar el precioso lago, y finalmente por vía terrestre.
¿A quién no se le antoja?
De paso sirve para juguetear con el agua fresca, contemplar las aguas cuando se transforman en espejo, pescar con el anzuelo, practicar la fotografía, etcétera.
Así es Chiapas. Da para todos los gustos.
Nosotros continuamos el viaje, avistando las orillas, esperando encontrar el primer edificio en ruinas bajo las aguas.
Preguntamos, y el lanchero nos dijo que debajo de nosotros había cien metros de profundidad.
Glup, hicimos los tres.
¿Quién sobreviviría si la lancha se rompiera en pedazos por alguna ola o cualquier otro accidente? A los dos lados había un promedio de 700 metros de aguas no sólo profundas, de cien metros de hondo, sino con fuertes corrientes.
Sólo llevábamos una mochila salvavidas, pero si lo portaba Ramón José Luis se iba a hundir de todos modos, por su peso, y si lo portaba yo cualquiera que se agarrara de mí nos habría llevado a lo más profundo. Mejor que vaya en medio, y, de necesitarse, los tres nos asimos a ella, por si acaso, decidimos.
Y seguíamos el viaje.
El cielo se ponía azul, como el agua.
De repente aparecía la punta de algún cerro enterrado bajo las agua, y yo le tomaba cientos de fotos.
Una colina se avistaba más allá, atiborrada de aves que parecían disfrutar de algún descanso.
Y muchas, muchísimas islas o islotes.
Es increíble cómo el agua fue buscando su camino, zigzagueando según los desniveles de la geografía chiapaneca.
Antes aquí viajaban sólo jóvenes ríos.
Uno de ellos era el Cuxtepeques, que hacía florecer los cultivos y alimentaba de peces a los pobladores de la antigua Concordia, aquélla acostumbrada a las minas de sal que la gente extraía en bultos o en piezas decorativas.
Esa es parte de la historia de la antigua Concordia, sepultada por las aguas de la presa hidroeléctrica “Dr. Belisario Domínguez”, mejor conocida como La Angostura.
Fue en el año 1974 cuando los pobladores vieron, día a día, cómo el agua iba llegando a su pueblo, advertidos como estaban por los funcionarios de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), que el agua habría de inundarlos para siempre, por necesidades de energía eléctrica de la entidad chiapaneca y del país.
No fue de golpe, dice Don Carmen Espino Reyes, hoy de 78 años de edad, quien vivió ese momento cumbre, cuando el agua, después de varias semanas, sumergió su vivienda, sus plantas, los árboles que él y su padre habían sembrado; el corral, las matas de naranja, mango o ixtle. Porque todo, menos sus animales, quedó allá, debajo del agua.
Aquél día, 11 de junio, corrieron las lágrimas, se oyeron los rezos.
Porque no sólo quedaron sepultas las casas; no sólo los terrenos.
No sólo las dos escuelas primarias: “Miguel Hidalgo” y “Emiliano Zapata”.
No sólo el parque aquél donde él, enamorado aventó un pañuelo y ella, coqueta, lo recogió en señal de un “te quiero” o de una promesa.
No sólo la iglesia donde se congregaban los feligreses o se encontraban los amantes susurrándose palabras cargadas de emoción y adrenalina; o donde fue bautizado el más pequeño o el mayor de los hijos.
También quedó enterrado el panteón, la capillita aquella donde le rezaban a sus muertos cada semana, quince días o cada año, el 2 de noviembre, Día de Todos los Santos. El nuevo panteón, a donde llevaron algunos restos, ¿tendrá el mismo significado afectivo? ¿Olvidarán dónde aventaron la última rosa o el último reso?
Cuántas historias, cuántos recuerdos, cuántos amores, inundados bajo el agua que, lo mismo es deliciosa y da paso a la vida como a la muerte.
“Yo ya tenía esposa y mis cuatro hijos, ahora ya tengo nietos; nos avisaron que venía el agua subiendo por la presa, cuando salimos aquel 11 de junio éramos como unas tres cuadras llenas de gente, veníamos como en procesión, venía el cura con nosotros, todos arremangados, las mujeres con la falda subida arriba de la rodilla, con El Señor de la Misericordia por delante”, rememora mi entrevistado.
¿Qué trajo usted de allá?, le pregunté.
“Todos levantamos lo que quisimos traer: madera, tejas, ladrillo, láminas, poco a poco lo venimos trayendo, los de la fraylesca vinieron con sus carros a ayudarnos; comenzamos a desbaratar nuestras casitas cuando nos avisaron, tuvimos tiempo suficiente, ya el gobierno había hecho nuestra nueva casa a donde llevábamos las cosas, a mí me toco del tipo uno, en un terreno de 20 por 40 metros de longitud, con una cocinita, baño, un dormitorio y la sala. El que no quería su casa recibía su paga, se iba para otro lado, a Tuxtla, Tapachula, México, algunos vienen a visitar, otros se fueron para siempre, fueron los más ricos los que se decidieron partir”, prosigue, emocionado, el sudor escurriendo por su rostro, en un día cálido, en medio de la Depresión Central de Chiapas, a unos 550 metros sobre el nivel del mar.
Cerca de él una mujer sazona un pescado al carbón, recién sacado del río.
Y agrega:
“La Concordia era muy larga, en el aniversario del día que salimos vamos allá, a recordar nuestra partida, vamos unas 8 lanchas llenas de gente, entre niños, jóvenes, adultos y ancianos, llegamos rezando, salimos rezando, es muy alegre, hace pocos años la naturaleza nos sorprendió porque bajó el agua bastante, todo se destapó, quedó ala vista: fue el gentío a ver su sitio, las mujeres iban a llorar, no sé si recordaban las garrotizas que les daban los maridos, algunos hombres traían piedras de allá, de recuerdo, ojalá volvamos a tener esa oportunidad de ver nuestro antiguo pueblo muchas veces, porque es muy bonito, y la gente viene desde lejos a verlo”.
Precisa:
“Del parque viejito al nuevo de ahora, en la Nueva Concordia, hay unos 8 kilómetros, llevó 30 minutos llegar a ver nuestro pueblo antiguo, y queremos seguirlo viendo, muchas veces, todos los años que el gobierno o la naturaleza nos lo permita”.
A CONTINUACIÓN UNA CANCIÓN QUE HABLA DE LA CONCORDIA SUMERGIDA: