Las Guacamayas


Cuarto intento de recorrer el Río San Vicente, rumbo al Chiflón

jueves, 3 de septiembre de 2009


Tzimol, Chiapas.- El domingo 6 de septiembre Chemingo Meneses Velasco y este reportero intentamos retomar el recorrido del Río San Vicente, ubicado en Tzimol, Chiapas.
Llevábamos dos equipos para flotar sobre las frías aguas, quizá de unos 17 grados centígrados; en su presentación comercial, los equipos llevan el nombre de “Relájate”, una especie de “U” inflable a mano, o con aire directo de la boca.
Nada sofisticado, porque el kayack quizá no sea práctico, debido a lo accidentado del terreno donde escurre el afluente.

La idea de retomar el recorrido navegando directamente sobre las aguas es para no sufrir más el viaje, sino hacerlo querible, disfrutable.
Hemos caminado sobre la ribera del San Vicente, en los tres intentos anteriores, abriéndonos paso en medio de la maleza, machete en mano, y sólo cruzábamos el río de un lado a otro cuando la propia naturaleza nos había impedido continuar de frente.

La idea, entonces, es ir sobre las aguas, sentado en un “Relájate”, dejarnos llevar por la corriente de agua, y sólo detenernos a caminar sobre las rocas cuando aparezcan los chiflones, para no exponer la vida.
Pero Chemingo Meneses es persona responsable y creyó pertinente ejercitar la navegación con el “Relájate”, hasta dominar la técnica, antes de lanzarnos a la aventura.
Se lanzó sobre el inflable después de mucho dudarlo, por lo frío del agua, pero tuvo los arrestos suficientes.

Ya lanzado, echó el inflable de un lado a otro, cruzando el río de lado a lado, varias veces. Parecía un niño con juguete nuevo.
No avanzaba río abajo, mantenía el control del inflable a base de fuertes movimientos de brazos sobre el agua.
“No es seguro irse río abajo, el agua está lodosa, no sabemos qué hay abajo, qué profundidades, si hay rocas, raíces o piedras, no es prudente”, dijo el también líder social izquierdista, al tiempo de hacer el inflable hacia la izquierda, donde me encontraba. Por un instante echó la cabeza hacia atrás, como queriendo relajarse más.


En mi turno también dudé mucho tiempo antes de lanzarme al agua con el equipo, por lo frío del agua.

Pero ya dentro el cuerpo se adapta a esa temperatura; ese fue mi caso.

Pese a la oposición de Chemingo avancé río abajo, escasos siete metros. El ruido de varios chiflones se hacía cada vez más fuerte, pero los árboles de sabino dejaban caer su ramaje, generosos, como tendiendo una mano a quien tuviera problemas con la corriente. Algo de dónde asirse, para evitar desaguisados en las aguas turbulentas.

Pero, además, yo llevaba una vara de dos metros y medio, con la que monitoreaba lo hondo del río, y servía para poner freno al inflable, que más abajo agarraba vuelo.

El temor de Chemingo era que en el rápido del río se perdiera todo control y termináramos azotados contra las rocas.

Pero no, más abajo el nivel del agua baja, y puede el navegante ponerse de pie y sostenerse pese a la fuerza de la corriente.

Aún así decidimos no hacer el viaje, era suficiente con el ejercicio de ese fin de semana, pero concluimos que en el próximo intento habremos de iniciar la navegación desde muy temprano, llevar consigo un machete y algunos lazos, por cualquier cosa. Más vale.

Ese viaje podría hacerse tan pronto las aguas del Río San Vicente estén más claras, queribles, amables.

Una Tentación, el Río Tzaconejá

jueves, 16 de julio de 2009


DISRAELI E. ÁNGEL CIFUENTES


El río Tzaconejá es una tentación.

Ubicado en el kilómetro 39 del tramo carretero Ocosingo a Comitán, a la altura de la comunidad La Mendoza, municipio de Chanal, los chiflones del atractivo natural hacen la convocatoria al turista.

Imposible resistir.
“Pasemos un ratito, por lo menos refresquemos la mirada”, dijo David Tavernier.

Un minuto después nos remojábamos cabezas y pies. Más allá unos niños de dos a cuatro años se daban su chapuzón al estilo Adán.

Más allá un par de adolescentes subían a una escarpada piedra y desde ahí se lanzaban clavados, sobre una posa profunda y fresca, para salir más tarde a la otra orilla del río.

¿De que color es el agua de este río?, le pregunté a Tavernier.

“Azul turquesa, variante según el sol”, respondió, a pesar de su embeleso y el constante clickear de su cámara, que no paraba.

Se hacía tarde y había que regresar para armar el periódico, pero solicitamos otro minuto para caminar por la vereda, río arriba.

A la derecha se veía un amplio espacio verde para correr, jugar fútbol, pasear con la bicicleta o el caballo, e incluso una cancha de básquetbol.

También chozas con fogones listos para colocar la leña o el carbón y hacer la fogata para una buena tanda de carnitas, un buen caldo de gallina o de pescado.

El nuevo minuto concedido para caminar a la orilla del río se convirtió en un cuarto de hora, en el que el reportero Tavernier seguía dándole gusto a la cámara, mientras yo platicaba con el único ocupante de una de las tantas cabañas.

Allá, a lo lejos, un puente parecía invitarnos para admirar al afluente desde las alturas, río abajo o río arriba, según el gusto.

Una piedra colocada en el centro señalaba que ahí terminaba el municipio autónomo de… y comenzaba el municipio constitucional de Chanal.

Y entonces decidimos continuar la caminata hacia el otro lado, para ir a fotografiar al otro río, proveniente de El Vergel.

Varias veredas se ofrecieron para darnos paso, y elegimos el camino más complicado.

Tavernier se equivocó de vereda y llegó a la orilla del río proveniente de Chanal.
La vegetación es densa, tres metros atrás o adelante no se puede mirar la tría de nadie.

Los sonidos que más se perciben, además del canto de alguna chicharra, son los de las caídas de agua del joven río, cada vez más escandaloso.

Mis gritos lo hicieron corregir el camino.

Al llegar al río proveniente de El Vergel el escándalo de sus chiflones era mayor.

En realidad, son estos chiflones los que llaman al turista a parar el automóvil y bajarse a refrescar la mirada un minuto, una hora o el tiempo que decida.

En tiempo normal nadie cobra la entrada, en período vacacional los zapatistas permiten el ingreso con pago módico de 35 pesos por automóvil. Las chozas con fogones, mesas de cemento y frescos techos de palmas.

El río de El Vergel volvía a convocarnos de nuevo a caminar. Arriba se veían regias cascadas, igualmente escandalosas.

¿De dónde trae tantas espumas? Aquí se trata de un río níveo, no el azul turquesa, variante según el sol, como el proveniente de Chanal.

Intentamos caminar río arriba, bordeando.

La vegetación, sin embargo, se hizo más espesa.


Tavernier caminó por un sendero, yo por otro.

Cinco metros adelante le llamé a gritos varias veces y no respondió, porque el río lo había ensordecido.

Media hora de búsqueda y nada. Al fin llegué a la carretera, pero ahí tampoco estaba.

Regresé a la orilla del Río El Vergel y tampoco estaba, ni en el de Chanal, ni al otro lado.

Luego de intentar por otras veredas llegué a donde minutos antes un par de adolescentes se aventaban clavados desde una piedra escarpada.

Entonces escuché el grito del reportero, quien ya se encontraba tomando una rica caguama y batallando con un caldo de pescado.

Qué delicia. Fsur.

Viaje en lancha a la Antigua Concordia

miércoles, 29 de abril de 2009

DISRAELI E. ÁNGEL CIFUENTES

El domingo 26 de abril viajamos en lancha, cuatro personas.

Queríamos ver los restos de La Concordia Antigua, por eso viajamos desde El Santuario, municipio de Socoltenango, hasta el lugar donde esperábamos ver los restos de una iglesia, por lo menos, o algún otro edificio, de los que quedaron sepultados bajo el agua hace más de 30 años.

Esta vez viajamos Ramón José Luis Cordero Torres, quien fungió como guía; Fernando López Morales, un amigo espontáneo que se sumó el mismo día de la expedición, obviamente el conductor de la lancha, y yo.



Cuatro personas, el río convertido en represa, una diversidad de aves de pico muy largo y los escurridizos peces abajo, unos huyendo por el ruido del motor, otros porque veían pasar los picotazos de los pájaros.


Era un día soleado.

A ratos, sin embargo, las nubes se posaban sobre nosotros, como para hacer el viaje más placentero. La brisa azotaba, deliciosa, sobre los rostros. Yo tomaba fotos.

Patos, golondrinas, frailecillos, gaviotas formando colonias, grupos de alcatraces, montones de pelícanos y otros que no conocíamos pasaban cerca de la nave, a veces porque interrumpíamos su cotidiana pesca. Unos pasaban volando y nos miraban de reojo, sólo para monitorear nuestro avance.










Su compañía era grata.


La lente de mi cámara accionaba a cada vuelo, a cada movimiento de ellas.









De repente perseguíamos con la mirada a algún par de aves, quienes jugueteaban entre sí, retándose, provocándose o simplemente volando para ejercitar los músculos de las alas.
Parecíamos niños los tres viajeros, porque el lanchero, bastante acostumbrado a mirar todos los días a tanto pájaro, se divertía pero de nosotros.

El viaje era sencillamente delicioso.

Mirábamos a los lados de la represa, que llamamos de La Angostura, y alguno preguntaba si los terrenos de al lado era del municipio de Socoltenango, de Chicomuselo, de la Concordia o Jaltenango.

E hicimos un descubrimiento: Socoltenango tiene tierras de uno y otro lado de la represa; La Concordia también.

Nos preguntábamos: ¿Por qué los pueblos del otro lado del río no se declaran independientes y pasan a formar parte de otro municipio, el más cercano?

Porque cruzar el gran río resulta muy oneroso, y viajar solamente en carros de pasajeros no tanto.

De hecho, hay quienes se ven en la necesidad de viajar varios kilómetros de carretera en unidades vehiculares, y luego, al llegar a la orilla de la represa, pagar a una lancha denominada localmente “chalán” o “chalana” para subir ahí los carros y cruzar al otro lado de río, y luego continuar el viaje a su destino final, alguna comunidad cercana.



Hay quienes, de hecho, buscando romper con la rutina o pensando en un viaje plagado de emociones, viajan desde el municipio de Chicomuselo a la capital del estado, de esa manera: a ratos en carretera pavimentada, a ratos en terracerías, algunos minutos en lancha, por los dos o tres viajes en “chalán” para cruzar el precioso lago, y finalmente por vía terrestre.

¿A quién no se le antoja?

De paso sirve para juguetear con el agua fresca, contemplar las aguas cuando se transforman en espejo, pescar con el anzuelo, practicar la fotografía, etcétera.

Así es Chiapas. Da para todos los gustos.

Nosotros continuamos el viaje, avistando las orillas, esperando encontrar el primer edificio en ruinas bajo las aguas.

Preguntamos, y el lanchero nos dijo que debajo de nosotros había cien metros de profundidad.
Glup, hicimos los tres.



¿Quién sobreviviría si la lancha se rompiera en pedazos por alguna ola o cualquier otro accidente? A los dos lados había un promedio de 700 metros de aguas no sólo profundas, de cien metros de hondo, sino con fuertes corrientes.

Sólo llevábamos una mochila salvavidas, pero si lo portaba Ramón José Luis se iba a hundir de todos modos, por su peso, y si lo portaba yo cualquiera que se agarrara de mí nos habría llevado a lo más profundo. Mejor que vaya en medio, y, de necesitarse, los tres nos asimos a ella, por si acaso, decidimos.

Y seguíamos el viaje.

El cielo se ponía azul, como el agua.



De repente aparecía la punta de algún cerro enterrado bajo las agua, y yo le tomaba cientos de fotos.




Una colina se avistaba más allá, atiborrada de aves que parecían disfrutar de algún descanso.
Y muchas, muchísimas islas o islotes.

Es increíble cómo el agua fue buscando su camino, zigzagueando según los desniveles de la geografía chiapaneca.

Antes aquí viajaban sólo jóvenes ríos.

Uno de ellos era el Cuxtepeques, que hacía florecer los cultivos y alimentaba de peces a los pobladores de la antigua Concordia, aquélla acostumbrada a las minas de sal que la gente extraía en bultos o en piezas decorativas.

Esa es parte de la historia de la antigua Concordia, sepultada por las aguas de la presa hidroeléctrica “Dr. Belisario Domínguez”, mejor conocida como La Angostura.

Fue en el año 1974 cuando los pobladores vieron, día a día, cómo el agua iba llegando a su pueblo, advertidos como estaban por los funcionarios de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), que el agua habría de inundarlos para siempre, por necesidades de energía eléctrica de la entidad chiapaneca y del país.




No fue de golpe, dice Don Carmen Espino Reyes, hoy de 78 años de edad, quien vivió ese momento cumbre, cuando el agua, después de varias semanas, sumergió su vivienda, sus plantas, los árboles que él y su padre habían sembrado; el corral, las matas de naranja, mango o ixtle. Porque todo, menos sus animales, quedó allá, debajo del agua.





Aquél día, 11 de junio, corrieron las lágrimas, se oyeron los rezos.

Porque no sólo quedaron sepultas las casas; no sólo los terrenos.

No sólo las dos escuelas primarias: “Miguel Hidalgo” y “Emiliano Zapata”.

No sólo el parque aquél donde él, enamorado aventó un pañuelo y ella, coqueta, lo recogió en señal de un “te quiero” o de una promesa.

No sólo la iglesia donde se congregaban los feligreses o se encontraban los amantes susurrándose palabras cargadas de emoción y adrenalina; o donde fue bautizado el más pequeño o el mayor de los hijos.



También quedó enterrado el panteón, la capillita aquella donde le rezaban a sus muertos cada semana, quince días o cada año, el 2 de noviembre, Día de Todos los Santos. El nuevo panteón, a donde llevaron algunos restos, ¿tendrá el mismo significado afectivo? ¿Olvidarán dónde aventaron la última rosa o el último reso?

Cuántas historias, cuántos recuerdos, cuántos amores, inundados bajo el agua que, lo mismo es deliciosa y da paso a la vida como a la muerte.

“Yo ya tenía esposa y mis cuatro hijos, ahora ya tengo nietos; nos avisaron que venía el agua subiendo por la presa, cuando salimos aquel 11 de junio éramos como unas tres cuadras llenas de gente, veníamos como en procesión, venía el cura con nosotros, todos arremangados, las mujeres con la falda subida arriba de la rodilla, con El Señor de la Misericordia por delante”, rememora mi entrevistado.

¿Qué trajo usted de allá?, le pregunté.

“Todos levantamos lo que quisimos traer: madera, tejas, ladrillo, láminas, poco a poco lo venimos trayendo, los de la fraylesca vinieron con sus carros a ayudarnos; comenzamos a desbaratar nuestras casitas cuando nos avisaron, tuvimos tiempo suficiente, ya el gobierno había hecho nuestra nueva casa a donde llevábamos las cosas, a mí me toco del tipo uno, en un terreno de 20 por 40 metros de longitud, con una cocinita, baño, un dormitorio y la sala. El que no quería su casa recibía su paga, se iba para otro lado, a Tuxtla, Tapachula, México, algunos vienen a visitar, otros se fueron para siempre, fueron los más ricos los que se decidieron partir”, prosigue, emocionado, el sudor escurriendo por su rostro, en un día cálido, en medio de la Depresión Central de Chiapas, a unos 550 metros sobre el nivel del mar.

Cerca de él una mujer sazona un pescado al carbón, recién sacado del río.

Y agrega:

“La Concordia era muy larga, en el aniversario del día que salimos vamos allá, a recordar nuestra partida, vamos unas 8 lanchas llenas de gente, entre niños, jóvenes, adultos y ancianos, llegamos rezando, salimos rezando, es muy alegre, hace pocos años la naturaleza nos sorprendió porque bajó el agua bastante, todo se destapó, quedó ala vista: fue el gentío a ver su sitio, las mujeres iban a llorar, no sé si recordaban las garrotizas que les daban los maridos, algunos hombres traían piedras de allá, de recuerdo, ojalá volvamos a tener esa oportunidad de ver nuestro antiguo pueblo muchas veces, porque es muy bonito, y la gente viene desde lejos a verlo”.

Precisa:

“Del parque viejito al nuevo de ahora, en la Nueva Concordia, hay unos 8 kilómetros, llevó 30 minutos llegar a ver nuestro pueblo antiguo, y queremos seguirlo viendo, muchas veces, todos los años que el gobierno o la naturaleza nos lo permita”.

A CONTINUACIÓN UNA CANCIÓN QUE HABLA DE LA CONCORDIA SUMERGIDA:

El Cumpleaños de la Malú, en Uninajab

miércoles, 25 de marzo de 2009









DISRAELI E. ÁNGEL CIFUENTES


La maestra Malú Puig Albores decidió celebrar su cumpleaños en la maravilla natural comiteca conocida como Uninajab, bello manantial ubicado a 12 kilómetros de Comitán.









Más bien a ella la llevaron allá sus compañeros de la Unidad de Apoyo a la Educación Regular (USAER 04), para verla chapucear en traje de baño, o de Eva.
La idea era divertirse entre cuates, tomar los tragos, las chelas, los refrescos o agua natural, de la que abunda en el precioso lugar, limpia, transparente.










Llegamos al lugar donde precisamente se ve nacer el ojo de agua, junto a un enorme árbol de amate, de fresca sombra.
Luego, luego queríamos echarnos el chapuzón, pero nos ganó el deseo de contemplar el recorrido, ladera abajo, de ese río tan consentido por los casi cien habitantes de San Francisco Uninajab, particularmente por Don Rafael David Aguilar López, Presidente de la sociedad “Desarrollo Turístico Uninajab”, quien nos dio la bienvenida, bajo un frondoso amate, justo ahí donde nace el río con agua limpia y pura:
“Los habitantes de esta hermosa comunidad les damos una calurosa bienvenida y les pedimos nos ayuden a mantener limpio este lugar, regalo de nuestro padre supremo”, dijo.










Y el agua es, en verdad, transparente, límpida.








Al fondo de las pozas se ve con claridad las piedras, algas, peces, y se dibujan las ramas de un amate generoso con el paseante, con su sombra. Sus hojas y las de sus vecinos, los sedientos sabinos, emiten un barullo ante la visita.










Y a los lados se observan hombres rehabilitando el acceso principal, construyendo andadores, palapas, puentes y cobertizos, a cargo del ayuntamiento municipal de Comitán, con inversión de 2 millones y medio de pesos. Nuestro paseo sigue, río abajo.
Alguien tiró un pedazo de manguera que se observa el fondo del río, pronto Don Rafael mandará sacarla o lo hará personalmente.











El riachuelo es profundo en algunas partes, como para nadar como lo hace Michael Phelps o Mark Spitz, o estilo chuchito, como dicen en mi tierra, pero disfrutando al fin el fresco manantial. Qué envidia vivir aquí. Con razón los “millonetas” de Comitán, todos, tienen casa de descanso en San Francisco Uninajab. Es un paraíso.



Por eso, quizá, todos deseábamos mirar a la Malú en traje de Eva, para ser su Adán y recibir de sus manos una manzana, mientras una serpiente nos incitara al pecado.

El aire fresco agitaba a los árboles de los lados, arrancándole sus hojas, ya en plena primavera, y dibujaban también pequeñísimas olas en las aguas, diáfanas, límpidas.


Más allá aparecen pequeños chiflones, con su tradicional espuma en color blanco; son curiosas caídas de agua, revoltosas, juguetonas, y no dejan de hacerle cosquillas al bañista.
A lo largo del camino, río abajo, se forman tantas albercas naturales, de diferentes profundidades, para los papás y para los hijos, para los inquietos y los sosegados.




Quien lo prefiera puede zambullirse ahí donde está la poza con fondo verde, acostarse allá donde juguetean las níveas espumas para quien quiera ser blanca, cual negrita cucurumbé, o simplemente meterse debajo del chorro, también claro.

De pronto, delante nuestros ojos, la poza verde se bifurca en varios ramales; un pequeño arroyo se dirige hacia la izquierda para ir a formar otra laguna de color, otros hacen lo propio hacia la derecha con la misma intención, y uno más por el centro para enseñarle a los demás el camino, a quienes pareciera decirles que se reunirán más adelante, para el disfrute del mundo.


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¿De dónde viene tanta agua? ¿En verdad Dios mandó este regalo para sus hijos de Uninajab? ¿Por qué sólo a ellos?
Bueno, aún así se agradece tanta belleza y frescura, porque, comitecos o no, todo mundo puede llegar aquí, a disfrutar con la novia, con la esposa y los hijos, con el abuelo dormilón, o con quien quiera.

Mientras continuamos la caminata, una romántica pareja aparece a la vista salpicándose agua, hasta que ella se rinde, sometida y feliz. ¿Qué importa si la economía mundial vive una fuerte crisis? ¿O si las Águilas del América y Las Chivas no repuntan?

Las albercas naturales siguen apareciendo a diestra y siniestra, con agua que fluye, fresca, diáfana, en un lugar que, a pesar de todo, aún no se contamina, pues las mujeres y hombres del lugar, particularmente los integrantes de la sociedad “Desarrollo Turístico Uninajab”, saben que de ahí depende el futuro de sus hijos y nietos.

Otros paseantes disfrutan de alguna comilona, unos más de botanas y cervezas, mientras el agua sigue viajando, por las laderas, hasta llegar a la Presa de la Angostura.
Nosotros decidimos regresar a la alberca de la Rosy Flores, donde nos esperan los colegas, seguramente arrugados de los pies y las manos por tanta agua.
Antes visitamos la Laguna de Coilá, profunda, irresistible.
Jóvenes entusiastas suben a la parte más alta de una colina para lanzarse en clavados de ocho metros de altura, para después salir nadando a las orillas.


Mientras tanto, la hija de Paty Díaz, la bella Fey, decide seguir en la piscina, aunque se enfríe la comida y su piel se arrugue toda. Los demás, ya con chamarra o suéter, por viejitos, nos lanzamos a las francachelas, para recuperar energías.
¡Feliz Cumpleaños, Malú!.

Rappel en la Sima de las Cotorras

martes, 20 de enero de 2009



Disraelí E. Ángel Cifuentes


Bajar los 145 metros de la Sima de las Cotorras, sita en el municipio de Ocozocoautla, Chiapas, en la Reserva de la Biósfera "El Ocote", era un reto pendiente para 2009, lo mismo que recorrer el río San Vicente en Tzimol y subir el Tacaná, allá en la frontera con Guatemala.
Con Sari, Lalo, Deni, Eliseo y Jany llegamos el domingo 18 de enero, muy temprano, pero no lo suficiente como para ver la salida en espiral de las cotorras.
Luego de esperar el paso de alguna cotorra verde y, mientras tanto, reposar el desayuno en el restaurante del bello lugar, nos encaminamos hacia el sitio donde se haría el descenso.
Francisco Díaz San Román, el guía, había tirado al precipicio una larga cuerda, superior a los 145 metros, según sus propias palabras.
Y, una vez firmada la responsiva, colocó mosquetones, arnés, cintas, pechera, pedal, puño, crol y cinta de anclaje.
Al final puso la "rosadera", para evitar daño en la cuerda y eventuales accidentes, para lo cual la Sari se había hecho cargo, invocando a la corte celestial.


Inicia el descenso…
Era un buen día, con un Sol indulgente, las nubes habían hecho su parte, cubriendo mi cabeza, allá en lo alto.
"Échese para atrás, suelte la cuerda, apriete el…।", explicaba Francisco; mi vida dependiendo de sus destrezas.
De pronto me vi en pleno descenso, gruesas gotas de sudor frío mojaban la frente, pero llegamos con relativa facilidad al fondo de la sima, ahora protegidos con la espesa sombra de los árboles de chicozapote, guayabillo, caobas, jocotes y cedros.
Jany arribó más tarde, sin dificultad alguna; nos encaminamos a la gruta, donde la chica pidió no entrar por fobia a las arañas.
Recorrimos, bien abajo, los 90 metros de esa gruta, donde seguramente, hace miles de años, viajó algún río subterráneo, a juzgar por el arenal que se encuentra en el lugar.
La luz del casco alumbraba el camino, de ida y vuelta, para poder admirar las extrañas figuras compuestas por estalagmitas, estalactitas y estalagmetos, en la sinuosa cueva.
¿Dónde estaban las cotorras? ¡Quién sabe!




El ascenso…
Pero aprender la técnica del rappel para el ascenso me tomó varios minutos. Como mera práctica comencé a jalar la cuerda, y a subir.
No dominar el mecanismo hacía trabajoso el intento, pero eso se remediaba con el uso de la fuerza de brazos y pierna, una de ellas: la del pie de apoyo.
Los primeros cinco metros los habré hecho con las dificultades de todo novato, pero los cinco siguientes resultaron más complicados, y aún faltaban más de 130 metros.
Comencé a sudar.
Minuto a minuto las cosas se complicaban cada vez más. ¿Dónde estaban las cotorras?
Cinco metros arriba estaba realmente exhausto. Jany y el guía me invitaban a seguir adelante, pero me resultaba difícil.
Me abracé de la cuerda como náufrago en alta mar, pensando en descansar. ¿Dónde estaban las cotorras?
Minutos después, a insistencia del guía y Jany, decidí reiniciar, recuperadas algunas fuerzas.
Opté por contar hasta tres para dar un tirón, luego otro y uno más, invocando ya a la fuerza de la voluntad, no al físico.
A los tres intentos el descanso se hacía inevitable, no había cómo seguir jalando hacia arriba.
Luego de un brevísimo descanso otro intento: uno, dos, tres y tiraba hacia arriba; y otro conteo de tres para el segundo tirón ascendente.
Al tercer intento de ascenso con el conteo a tres hice un descubrimiento: ya sólo tenía fuerza para intentar un jalón, uno solamente, para luego ponerme a descansar.
Ahí el guía corrigió mi técnica para descansar, pues mi forma de hacerlo sólo me desgastaba más.
"No se agarre de la cuerda, descuelgue los brazos, haga el cuerpo hacia atrás sin miedo, como intentando acostarse". Lo intente y resultó, pero ya quería quedarme ahí para siempre, o dormir un rato; no era buena señal.
Comenzaba a preocuparme.




¿Dónde estaban las cotorras?...
Después de varias llamadas de atención y convocatorias poco amables a seguir hacia arriba, decidí volver al conteo, pero ahora hasta cinco.
Uno, dos, tres, cuatro ¡cinco!, y dale un tirón.
Y así sucesivamente, hasta alcanzar otros cinco metros. Ahí encontré un peñasco donde pude pararme, para ya no estar en vilo.
Los minutos trascurrían a ritmos distintos: rapidísimos para mí, y eternos para mis compañeros de travesía.
Diez minutos después volví a la cargada.
Uno, dos, tres, cuatro ¡cinco!, y hacia arriba.
Uno, dos, tres, cuatro ¡cinco!, y otros 30 centímetros más.
Después, sin embargo, ya ni a los cinco podía dar el jalón ascendente.
Otro descanso de 10 minutos, brevísimos para mí, y a jalarle de nuevo.
Entonces el guía desesperó y llegó hasta donde me había estacionado.
Con su motivación volvía a la estrategia del conteo, pero ahora pronunciaba otros números.
Decidí cerrar los ojos y así, mientras invocaba el apoyo de las cotorras verdes, en cuyo nombre había hecho el descenso, contaba hasta diez, y tiraba.
Uno, dos, tres, cuatro cinco, seis, siete, ocho, nueve, ¡duro!, y otro tirón hacia arriba, para estacionarme otros diez segundos, o quizá más.
Una hora después alcancé la copa de un árbol de chicozapote, de unos 60 metros de alto, generosa su sombra, poderoso el tallo. Quise alcanzar una rama.
Mirar hacia arriba era desesperante, porque la cuerda parecía infinita, pero voltear hacia abajo era escalofriante.
No había de otra: o seguía o… No, aquellos tiernos abrazos recibidos antes del descenso no debían ser los últimos.
La pierna derecha comenzó a flaquear, y de hecho perdí toda posibilidad de intentarlo con ella. Un calambre amenazaba sobre la extremidad, había dado lo último.
La izquierda salió al paso, de pronto parecía retomar el paso, pero al poco tiempo también dio de sí, porque los brazos casi no ayudaban, no debía dejarle toda la responsabilidad a la zurda.
El esfuerzo, a esas alturas, era titánico.



Pero, ¿dónde estaban las cotorras?...
Cada jalón hacia arriba acaba con mis reservas de glucosa.
El guía estaba desesperado, pensando ya en subir para pedir auxilio a Protección Civil.
De pronto una abeja se posó sobre mi ojo izquierdo, amenazando con su aguijón mi párpado, por mero reflejo lo cerré a tiempo. El guía lo vio y bajó dos metros.
"No se mueva, no toque su cara, se la voy a quitar", dijo, preocupado.
Un piquete del avispón hubiera desencadenado en mi cuerpo una reacción alérgica: calentura instantánea, comezón en todo el cuerpo y vómito habría enfrentado, a mitad del cerro. Sólo una dosis de avapena me habría salvado la vida, pero eso implicaba suspender el ascenso y mandar por el medicamento; Francisco, mi paciente guía, debía hacerla de enfermero, a esas alturas.
Con un golpe rápido del dedo medio, el guía quiso quitármela de encima, pero falló en su primer intento, y antes de ver el aguijón aumentando mi predicamento, me la quitó, en el segundo movimiento.
La calma (relativa) volvió a mi agitadísimo corazón.
"Apúrese, haga un último esfuerzo, porque aquí hay una colmena, no se vayan a enfadar las avispas de usted", dijo, aprovechando la situación.
Quién sabe de dónde pero súbitamente me hice de la fuerza suficiente para avanzar con mejor técnica y rapidez.



Ufff y recontra ufff….
Al fin llegamos al metro 100, bueno, al 99, donde ya no pude avanzar un centímetro más.
Pero en ese tramo había lugar dónde poner los pies, para escalar de piedra en piedra, poniendo a trabajar otros músculos.
De ese modo alcancé el metro cien, aún a 45 unidades de la cima, muy lejos de donde quedaron amarradas las cuerdas del rappel, prendidas al árbol de higo de pedregal, con tres anclajes de seguridad.
Por fin podía suspender el rappel, para terminar el ascenso a pie, por tierra firme, en el sendero hecho para hacer la llamada Caminata Perimetral de la Sima de las Cotorras, hasta arribar al restaurante.
A pesar de todo, avanzar de ahí hasta donde me esperaban esposa e hijos no fue sencillo, pero a aunque desfalleciera, había donde acostarse para reposar los músculos.
Decidí, no obstante, avanzar hacia donde ya me esperaban con ansiedad, obviamente a paso muy lento, pero ya sin la tensión del rappel.
Diez metros antes de llegar grité con todas mis fuerzas para solicitar auxilio, y así, con apoyo, alcancé llegar a piso firme, en el restaurante, donde la Sari, al fin médico, me brindó los primeros auxilios, ofreciéndome un trago de coca-cola, para recuperar la glucosa y, luego de quitarme las botas siete leguas, me recostó.
Carta de las cotorras…
Minutos después desperté frente a una carta de una de las cotorras de esta sima, la dejaron ahí antes de partir:
"Hola ¡Soy la cotorra verde y te doy la bienvenida a mi casa, la Sima, una verdadera maravilla geológica…
Solía vivir desde el centro de México en los estados de Oaxaca, Oaxaca, Veracruz, Tabasco, Chiapas, hasta Centro América, en Guatemala. Sin embargo, la cacería ilegal y la venta de muchos ejemplares de mi familia me ha puesto en serio peligro de extinción. Ahora vivo en territorios cada vez más pequeños.
Luzco un plumaje totalmente verde con pequeños puntos naranjas en el cuello, los cuales me diferencian de mis otros parientes. Desde mi cabeza hasta la punta de mi cola mido unos 30 cm. A pesar de ser ligera (aproximadamente 250 gramos) soy fuerte y mi pico es bueno para romper nueces duras.
Me podrás observar en la sima en los meses de marzo a octubre debido a que encuentro aquí mi alimento (higo, zapote y mujú). Me encanta este lugar Aquí puedo buscar mi nido en sus altas paredes alejados de los cazadores y reproducirme con toda tranquilidad. Cada año en los meses de marzo y abril, pongo dos huevos que protejo durante 45 días hasta que finalmente veo nacer a mis chiquillos. Los cuido con mucha atención durante tres meses buscando el alimento por ellos, hasta que se vuelven independientes.
Ahora que ya conoces un poco más de mí disfruta de la maravillosa sima y disfruta escucharme mientras vuelo en su interior. Te pido el gran favor de no comprarme en los mercados y si me ves atrapada, ayúdame a encontrar la libertad otra vez.
Agradezco mucho a mis amigos de la Cooperativa Tzamanguimó por cuidarme y respetarme y a ti porque con tu visita participas en conservar mi casa".
La Cotorra Verde
(Aratinga holochlora)

Por cierto, Jany subió con suma facilidad, utilizando un diez por ciento del tiempo invertido por mí. Y no sólo subió hasta el paso de la Caminata Perimetral, sino hasta la cima, como para demostrar que “sí se puede”.
Ella, por supuesto, es joven, fuerte, no toma trago ni fuma, y seguramente practica algún deporte.

RECORRIDO EN LANCHA para llegar a LAS PALMAS (Municipio de Acapetagua) -1_2-