Las Guacamayas
Las Cascadas de la Mesa Socolteca
lunes, 2 de junio de 2008
DISRAELI E. ÁNGEL CIFUENTES
Lugar fresco, con abundante arboleda.
Son vestigios de una impresionante serie de cascadas ya desaparecidas, hace cientos, quizá miles de años, no se sabe.
Los árboles están dispuestos desordenadamente, pero un extraño graderío no; la naturaleza, no la mano del hombre, dejó ahí una serie de escalones, de distintas alturas, formando una especie de estadio "natural", por su graderío.
Algunos miden 20 centímetros, otros un metro, dos o tres, y tienen en común concreciones calcáreas conocidas como estalactitas y estalagmitas.
Hay en el lugar la humedad necesaria para propiciar el escurrimiento de carbonato de calcio y sales minerales, contenidas en la zona.
Pero, hace muchos años, no sólo había humedad, sino se dejaban caer en el lugar cientos de cascadas, quizá tan bellas como las del Chiflón, las cataratas del Niágara o las de Nuevo San Juan Chamula.
Hoy, aún, se puede disfrutar ahí un riachuelo fresco, de limpias aguas, transparentes; y sigue formando cascadas pequeñas, pintorescas, con blancas espumas.
Avanzar hacia arriba, escalón por escalón o, quizá, caída por caída, pero ahora sin agua, nos da la sensación de viajar hacia el pasado, camino a una era donde la naturaleza estaba viva, fuerte, y el hombre dando sus primeros pasos en la tecnificación del campo.
La caminata…
La caminata es placentera, la sombra de los árboles protege al paseante, avanzar implica asirse de lianas, troncos de arbustos o piedras.
El sudor en la frente comienza a aparecer y el corazón a latir con mayor ritmo y velocidad.
Al lograr la cima aparece, de pronto, un enorme agujero, cortando de tajo la llamada Mesa de Socoltenango, donde antes estuvo una serie de cascadas, con miles de caídas de agua.
Un fenómeno natural, quizá una erupción volcánica, o el desgajamiento del cerro, dieron pie al hoyo abierto a nuestro paso e invitándonos a la aventura.
Así, el grupo explorador se desliza, uno a uno, en fila india; al frente, el entusiasta René Constantino Burguete, luego el reportero, en seguida Josué Sánchez Alfaro (dueño del terreno donde se ubica el estadio), después Ramón Cordero Torres y otros pobladores conocedores de la belleza natural del lugar. Nos jala el ruido de algún chiflón.
Paso a paso hacemos el descenso, sin complicaciones de ningún tipo, hasta llegar a otro riachuelo, ruidoso, por cierto, por su veloz caída tierra abajo.
Ahí, de nuevo, encaminamos hacia arriba, escalando, agarrándonos de bejucos, piedras, tallos de árboles y ramas.
Tomar las fotos a la nueva cascada, de unos 25 metros, resulta una actividad complicada. La fuerte caída de agua provoca una pertinaz lluvia sobre el paseante, y moja los equipos.
Los chorros de agua pasan a gran velocidad, en fuerte caída, ejerciendo gran presión sobre las rocas. Éstas, a su vez, intentan resistir al embate, pero ceden al golpeteo.
Minutos después alcanzamos la sima, fatigados, pero frescos, disfrutando el riachuelo, retándolo. Empero, nadie se atreve a enfrentarlo uno a uno, sino siempre con el apoyo de otro paseante, bien agarrados de las manos, para evitar algún desaguisado.
Después de un descanso proseguimos el viaje, río arriba, buscando el manantial donde nace. En el camino encontramos la cola de un pavo real, visto a contraluz, formado gracias a la fuerza con la que azota el agua contra una roca, formándose ahí un semicírculo multicolor.
Al cabo de varios minutos de caminata, a ratos en medio de cañaverales, logramos avistar el ojo de agua.
Las autoridades ejidales colocaron ahí un enmallado para protegerlo, pero desde ahí se deja oír los chiflones de otro vertiente, y vamos en su busca.
El otro ojo de agua, quizá un poco más grande, es igualmente limpio y transparente.
Por si fuera poco tiene un acceso para llegar hasta ahí en camioneta.
Metros abajo el riachuelo se bifurca, dos brazos se abren y dejan en medio una bella isla donde se puede acampar, hacer una fogata para preparar alimentos, cociendo ahí los caracoles sacados del mismo arroyo.
Un elevado árbol de chicozapote lanza sobre nuestras cabezas su fruto, para nuestro disfrute, y lo aceptamos de buena manera, convidándonos.
La ruta para llegar…
Para llegar al bello lugar es necesario pasar por Comitán y encaminarse hacia el municipio de Tzimol. Luego, dirigir los pasos hacia El Chiflón, formado por las caídas de agua del Río San Vicente, ubicado justo en el mojón de este municipio y el de Socoltenango.
Después de pasar el puente del Río San Vicente, para mayor certeza se debe colocar el odómetro del auto en ceros, y contar a partir de entonces cinco kilómetros.
Luego, buscar del lado derecho un camino de terracería hacia la comunidad de San Pedro Tuniman, donde al paseante le podrán dar información de las cascadas ubicadas en los terrenos del señor Josué Sánchez Alfaro.
De preferencia, se debe llevar camioneta de doble tracción, o bien llegar en coche hasta la citada comunidad, dejar ahí la unidad y hacer a pie el resto del camino, escasos tres kilómetros.
Prospectiva ecoturística…
Este atractivo natural debiera ser restaurado a la brevedad, a fin de recuperar la belleza que un día lució; en la actualidad, sin embargo, sigue siendo por demás atractivo realizar caminatas por el lugar, pasear a caballo, bañarse en las albercas naturales, jugar en los chiflones, visitar las cuevas, entre otras actividades.
Bastaría con mejorar el camino de acceso, para convertirlo en un verdadero potencial turístico.
Pero, la inversión más importante sería recuperar las aguas que se destinan a la irrigación de los cañaverales, y, sin afectar la producción cañera, permitir a los paseantes que disfruten de por lo menos dos horas de un bello espectáculo, consistente en cientos de caídas de agua.
Publicado por Paco Muñoz en 21:06 0 comentarios
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