Las Guacamayas


Travesía al Velo de Novia

miércoles, 27 de febrero de 2008




El 23 de febrero reiniciamos la travesía de La Rejoya al Velo de Novia, justo ahí donde se suspendió el 16 del mismo mes.

El río es, en todo el trayecto, muy joven, pero cada vez más profundo y caudaloso.

Los chiflones con las blancas espumas aparecen a la vista, aderezados con el verde de la arboleda, en su mayoría sabinos.


Cada chiflón, por pequeño que sea, genera una fresca brisa que el viento levanta y lleva al rostro del paseante.

De los cerros van bajando pequeños arroyos para alimentar y darle mayor vigor al San Vicente.

Avanzar hacia abajo requiere de un zigzagueo intermitente, caminando unas veces a la derecha y otras a la izquierda del río, con el fin de evitar mayores riesgos.

Los árboles de sabino se suceden unos a otros, la mayoría con vida acuática permanente.

El guía en esta ocasión es Martín Cordero Cano, un habitante de la cabecera de Tzimol, quien en sus tiempos mozos caminó varios tramos del río San Vicente, pescando carpas.


A muy temprana hora nos vimos obligados a meternos al agua, a pesar nuestro.

Cuando llegábamos a alguna poza generalmente acompañaba a ésta un tramo del trayecto bastante accesible.

Pero tratándose de un cañón, los accidentes geográficos están a la orden del día y metros después aparecía el rugir de un nuevo chiflón o el puente de acceso a una de las decenas de islas que aparecen a lo largo del río.

Así avanzamos, de tramo en tramo, de piedra en piedra. Cada chiflón y su caída de agua parece acompañado de otras caídas, pero de las nuestras.

Pero las caídas de agua son cada vez de mayor altura, y la fuerza de la corriente va siempre en aumento.

También van apareciendo a la vista puentes naturales formados por algún árbol vencido por los años, con cuya caída abre paso al sol para que otros árboles y plantas comiencen a crecer y a subir al cielo, limpio en esta zona.

De pronto nos topamos con un flujo de agua que caía con gran presión desde varios metros arriba.


Camino arriba, encontramos una galera hecha a base de madera y lámina donde dos campesinos trabajaban acarreando caña.

Luego de reunir la cantidad de caña del día, alrededor de diez tercios, desviaron todo el fluido acuífero hacia la rueda hidráulica, que de inmediato puso a trabajar el trapiche.

Mientras una persona metía la caña para que fuera triturada por el trapiche, un niño recibía el bagazo del otro lado.


Un segundo después la miel de la caña molida se deslizaba por un ducto hasta el perol, colocado sobre el horno, hasta verlo casi lleno.

Después colocaban bagazo de caña seca para prender fuego en el horno, hasta el grado de ebullición.

Mientras se calentaba limpiaban de impurezas la miel, y tiempo después, cuando después de hervir un rato comenzó a espesar el contenido, llenaron los moldes.

Mientras, Gerardo Velasco Gordillo, de la cabecera municipal de Tzimol, explicaba que cuando ya se considerara listo sacarían las tapas de panela para envolveras en un atado, y así se colocarlas en el mercado.

Toda esta labor artesanal ocurre a la vera del Río San Vicente, justo donde hace una curva y el terreno más amable para avanzar, al menos por arriba, donde está el cañaveral de Gerardo y sus dos hermanos.

De hecho, en el tramo que avanzamos en las siguientes dos horas cruzamos otras propiedades, donde siguen apareciendo más y más arroyos y los propietarios han desarrollado diversidad de proyectos productivos, entre piscícola, ganaderos, hortícolas y demás.

La riqueza de los terrenos en el lugar salta a la vista.

En el cauce, los sabinos siguen sucediéndose, aprovechando la corriente.

Los chiflones también, uno tras otro, siguen animando la caminata; apenas aparecen unas tranquilas pozas ya se deja escuchar la presencia de otro, metros abajo.

También aparecen islotes, donde los bejucos han crecido tanto como los altos sabinos, o más, porque lo rodean o se agarran de otros árboles para que las ardillas viajen de un lado a otro del río.

El agua sigue su paso, abriendo cavernas o inventando islotes.

Cada vez el caudal y la fuerza del río aumentan, porque el descenso sigue con fuertes caídas, en chorros.

La vegetación va cambiando, poco a poco, encontrando árboles propios de tierra cálida, conviviendo con los de tierra fría.

La audacia del guía permite desafiar el más fuerte chiflón del día, ruidoso y arrogante, apaciguándose seis metros abajo, donde se trueca en enorme poza verde, espaciosa y calmuda.

Minutos antes un pizote debió cruzar el lugar donde pisamos, pero la vista de un puente hamaca indica que, por ahora, debemos suspender la aventura y caminata.


El Velo de Novia seguirá allá abajo, mientras tanto, esperándonos.


De La Rejoya al Velo de Novia

domingo, 17 de febrero de 2008


Un grupo de jóvenes estudiantes y yo, impresionados por el “Velo de Novia” de las Cascadas El Chiflón, nos propusimos hacer el trayecto desde donde nace ese afluente, el Río San Vicente, hasta convertirse en una de las más bellas caídas de agua de Chiapas.

Su origen, nos dijeron, estaba en el Ojo de Agua, en la cabecera municipal de Tzimol, con una altitud de mil 300 metros sobre el nivel del mar, vecino de Socoltenango y Comitán.

Decidimos, pues, iniciar ahí la caminata.


Sin embargo, llegamos primero a “La Rejoya”, un espacio ecoturístico con frescas sombras producidas por árboles de sabino, muy elevados, quizá de unos 70 metros, además de algunos encinos y pinos, todos frondosos.

En verdad dan ganas de quedarse ahí, en ese apacible lugar, donde hay albercas naturales, un tobogán donde resbalarse para caer directamente a una tranquila poza de color verde, andadores, sombrillas, mesas de cemento y varias palapas con sus fogones donde cocinar las carnitas azadas o calentar unas “gorditas”.


Nos imaginábamos al Río San Vicente así, con una vera permitiéndonos ir saltando de piedra en piedra, o caminando sobre las aguas de los arroyos formados a los lados.

De pronto descubrimos alambradas dificultándonos el paso, como si ya algún cacique hubiera comprado un tramo del río y con sus alambres de púas pretendiera impedirnos el camino.

Con todo, seguimos la caminata, disfrutando del fresco ambiente, mirando cómo los pájaros, asustados de nuestra presencia, salían volando de un tronco o una rama, para subir muy alto y alejarse del peligro, pues ellos nos consideran, no sin razón, el peor depredador en el mundo.


Varios arroyos encontramos alimentando al Río San Vicente, la mayoría de los cuales son utilizados por terratenientes para alimentar de agua el trapiche donde procesan la panela, o simplemente para irrigar el jardín de su casa de descanso, donde se dan el lujo de bañarse en un riachuelo natural, frente a la sala.

Una hora después a nuestros ojos asomaban distintos espectáculos: un río de color verde en distintos tonos, tupidos carrizales, árboles con ramas cargadas de nidos de aves, quienes, trémulas, asoman el tierno pico para ver el avance de los intrusos.

Una araña se interponía en el camino, no se sabe si para presumir sus colores y cotidiana labor de tejer sus hilos de seda, o porque ahí encontró un lugar ideal para colocar su tela pegajosa y así cazar insectos y alimentarse de ellos.


Sin importarnos, seguimos avanzando, dirigidos por el joven río con sus remansos de colores o el rugir de sus chiflones. Ningún pez asoma para vernos o dejarse ver, como si no hubiera alguno o tuvieran mucho miedo de nosotros.

El Sol es indulgente, pero a ratos ofrece espectáculos interesantes en su incesante intento de penetrar la espesa arboleda, cada uno de los cuales, a su vez, libra su propia batalla por alcanzar sus rayos; al final éstos cruzan para descubrir el viaje de los insectos, volando sobre el río, divertidos, de un extremo al otro.


Las caídas de agua comienzan a hacer su aparición, ofreciendo blancas espumas como muestra, las cuales se prolongan según la altura de la cascada o lo ancho del río, aunque cada vez se dificulta más el camino.


El río se resiste a enseñar su esplendor y súbitamente deja caer el fuerte torrente varios metros abajo, en picada, como retándonos a seguirlo, seguro de su triunfo.


Otra bella cascada y laguna alambradas por un particular...

Avanzar era cada vez más difícil.

Pero abajo se oía un fuerte chiflón invitándonos a continuar la travesía.

De pronto nos encontramos ante el hilo blanco de un nuevo riachuelo, en un terreno resbaladizo por algún material ahí depositado, producto de la caña procesada y convertida en melcocha o panela.

Ahora estábamos en medio de un cerro, del cual debíamos salir, escalando hacia arriba, para alcanzar tierra firme.

Cuando lo logramos apareció ante nuestros ojos una nueva cascada, con siete caídas de agua separadas por peñascos bañados en musgos.

El golpeteo de las siete caídas de agua generan una rica brisa que cae sobre el paseante y sobre una decena de árboles, o más, que disfrutan igual del fenómeno natural.

De pronto aparece el administrador del rancho, quien también tiene alambrada y delimitada la zona de la laguna y esta hermosa cascada, de donde salimos advertidos de estar infringiendo la ley e invadiendo una propiedad privada, a nombre de Marco A. Figueroa.

De este modo, nos vemos obligados a abandonar el lugar y de suspender la toma de fotografías ante la advertencia del administrador de la citada propiedad.

A las dos horas de iniciada la aventura entre la maleza, dar un solo paso se convierte en una fiera lucha entre el terreno sinuoso protegiendo su virginidad y el grupo de paseantes con sed de lograr la hazaña.

Las lianas se convierten en cómplice del río y nos cierran el paso, la zarza tiene preparadas las espinas para quienes osan cruzar la zona, pero el grupo explorador se siente con determinación y fuerzas para seguir adelante.

Cuando el boscaje se torna más espeso y el terreno es más escabroso elegimos bordear, circundando a los lados para permitirnos retomar la vera del río más adelante. Cuando al fin lo logramos aprovechamos un puente natural, hecho por un viejo árbol derrotado por el tiempo, cuyo largo tallo cruza el río de lado a lado.

Pero aquí también se complicó del mismo modo el avance, porque todo es jungla, a los dos lados del río, aunque los altos sabinos sigan ofreciendo rica sombra.

Metros adelante, en un claro del bosque, la maleza de dos o tres metros de altura se torna espesa, difícil; los bejucos luchan contra Jonathán que quiere abrir el camino, las ramas de los arbustos le azotan a David en la cara, a mí me arrancan los lentes y a Gabriel lo tumban algunas enredaderas.

Avanzar veinte metros nos toma otra media hora, pero volverse atrás habría sido la misma cosa, pues no llevamos ningún machete para cortar la maleza y al voltear hacia atrás ni siquiera se distingue por donde cruzamos apenas hace un instante.

Al final fuimos derrotados, sin duda.

Por eso decidimos volver al otro lado del río, donde se veía un camino mejor dibujado, en medio del cañaveral de algún cacique.

Pero cruzar no parecía tarea fácil. La única vía disponible era descender por un barranco, con destino directo a una enorme poza, profunda y verde.

Para evitarla debíamos avanzar agarrándonos de los bejucos y raíces hasta la parte del río donde se observaba un pequeño vado, y pasar por encima evitando la amenazante poza.



Ahí habremos consumido otra media hora, pues era un paso complicado, aunque emocionante, y por algunos momentos creíamos habernos convertido en tarzanes tzimolenses, pero cruzando el río en zapatos y pantalones.


Creímos haber logrado la hazaña, pero resultó falso: habíamos llegado sólo a la mitad del río, pues dimos en una isla inundada por una planta conocida como “cola de caballo” y algunos lirios, y faltaba cruzar la otra parte, obligándonos a meternos de nuevo al agua.

Para no mojar los equipos uno de nosotros bajó a la poza, caminó hacia la parte más baja del río, y ahí recibió las cámaras, fotográficas y de video, mientras los otros repetían el procedimiento.

No fue sino hasta cruzar esta última parte cuando nos sentimos aliviados, y todos nos metimos al agua a descansar, recostados, refrescarnos y juguetear un poco con el agua, fría, por cierto.

Cuando retomamos el camino, del otro lado del río, las fuerzas se nos habían agotado. Por si fuera poco, una serpiente dejó su ropaje viejo por donde intentábamos avanzar, como advertencia.

La opinión del grupo se dividió en dos: la de quienes sentían voluntad para seguir, y la de quienes anhelábamos ya volver hacia La Rejoya, donde habíamos dejado el auto y volver a casa.


Al final alguien hizo una propuesta salomónica: buscar la carretera y esperar ahí a algún camión de pasajeros con destino a Ochusjob, un pintoresco ejido de Tzimol, y de ahí retomar el camino hacia la majestuosa cascada Velo de Novia.

Veinte minutos más tarde habíamos encontrado la carretera y un conductor nos dio un “aventón” hacia Ochusjob, donde nos dieron una mala noticia: el camino hacia el río tomaba unos 90 minutos, y podíamos perdernos, pues no llevábamos guía.

El hambre y la falta de fuerzas nos permitieron el consenso de volver otro día y reiniciar aquí el camino hacia el Velo de Novia.


De La Rejoya al Vuelo de Novia

Barquet Ayub


Llegamos primero a "La Rejoya", un espacio eco turístico con frescas sombras producidas por árboles de sabino, muy elevados, quizá de unos 70 metros, además de algunos encinos y pinos, todos frondosos.

Llegamos en una camioneta de doble cabina,

llegamos en un automóvil de marca

llegamos en un jeep de los gringos

llegamos con nuestro reloj de pulsera

llegamos con nuestros celelares guindando de los cinturones

como mal colocados penes

llegamos con nuestras palabras soeces de ciudad

llegamos con nuestro machismo heredado de Castilla

llegamos con nuestras super "chelas " de oxxo

llegamos con nuestras camisas finas

llegamos en avión

llegamos en helicóptero

llegamos después de quemar mil galones de petróleo

pero llegamos, llegamos a depredar un poco La Rejoya

llegamos por instinto de extinción

llegamos con rencor por lo que nadie ha pisado

llegamos con nuestras bolsas de plástico

llegamos con nuestras pastillas para la tos

llegamos con nuestros cigarrillos y con nuestra marihuana

llegamos con nuestros discos compactos…

y unos hasta llegamos con lap top en la mochila

y otros hasta con repelente para insectos

pero llegamos, con el derecho de enturbiar el agua

en eso estábamos de acuerdo,

para eso somos ecologistas,

por eso biólogos

por eso agrónomos,

por eso estudiantes de universidad X

tenemos derecho a depredar por que somos feminista

comentó una de las biólogos

por que soy un reportero de la ciencia, comentó otra

Con esa idea llegamos a la Rejoya, con la idea de atrapar animales

para el laboratorio del cicy, para la unam, para uv, para eco sur

veníamos armados de palos, de jaulas, de químicos de cloroformo

así llegamos a la Rejoya, con jeringas y tablas de plástico para inflar

llegamos con una cámara de video

llegamos con cámara de foto

y químicos para revelar

llegamos con memorias y chips

llegamos con lámparas y pilas recargables

así llegamos a conservar La Rejoya

Así llegamos con nuestra inútil sabiduría de laboratorio

Con nuestro afán por profanar el ultimo rincón de Rincón

Así llegamos. Y nunca salimos de ahí, solo encontraron nuestros cadáver mordisqueado por las serpientes que veníamos a atrapar



En verdad dan ganas de quedarse ahí, en ese apacible lugar, donde hay albercas naturales, un tobogán donde resbalarse para caer directamente a una tranquila poza de color verde, andadores, sombrillas...


Río La Venta, lugar donde llora un cerro a cascadas

domingo, 3 de febrero de 2008





DISRAELI E. ÁNGEL CIFUENTES

Ocozocoautla, Chiapas, México.- Me zambullí en el río La Venta.
Fue un encuentro entre el cielo, el río y yo.
Sin más testigos, fui un Adán en la tierra prometida, saltando de piedra en piedra, corriendo en el arenal, aventándose a las pozas.
Sabía del río La Venta por fotografías encontradas en periódicos e Internet, nada más. Parecía tan lejano, era sólo una promesa.
Deseaba ya oír su canto, ver su caminar sinuoso, sentir su caricia y abrazo, vivirlo aunque fuera un instante.
Caminaba solo hacia las cascadas “El Aguacero”, protegidas por la Reserva de la Biósfera “El Ocote” (un impresionante bosque lluvioso con extensión de más de un millón de hectáreas, ubicado allá en el Valle de Cintalapa, en el estado de Chiapas, al sur de México, y registra una altitud menor a los 900 metros sobre el nivel del mar, por lo que el clima es cálido húmedo).
Pero, siendo aguas tan frescas y transparentes, las del río La Venta son sencillamente irresistible, ni hay por qué sustraerse a la experiencia del zambullido, de chapotear en ellas despreocupadamente, quitados de la pena, mientras se contempla el azul cielo y las escarpadas montañas, enormes cerros rocosos con cortes verticales, de colores diversos, con predominio del rojo.
Hasta allí, a enormes alturas, quizá unos doscientos metros sobre el río, surcando el cielo, se dejan ver las cascadas “El Aguacero”.
Miríadas de cascadas brotan del cerro e irrumpen en el cielo, que a ratos parecen luces de bengala, cayendo luego sobre el rostro y el cabello, los hombros y la piel sedienta de lluvia, después de descender las 724 gradas del andador hecho a base de concreto hidráulico que ayuda al paseante a bajar la enorme montaña.
Contemplando El Aguacero volví a bañarme como Adán en la tierra prometida, y a quitarme la arena de la caminata en la vera con la fresca lluvia, mientras le tomaba fotos para mostrarlo al mundo.
Los chorros de agua brotan desde la parte más alta del cerro, pero en el viaje hacia el río se descomponen por la acción del viento que sopla traviesamente, convirtiéndolos en lluvia, en brisa o suave caricia.
Este rincón de Chiapas es mágicamente bello, de ensueño.
Es un aguacero que cruza de cerro a cerro, mojando ambas paredes del cañón de La Venta.
Las cascadas siguen brotando incesantes, a ratos teniendo como testigo a un sol indulgente que convierte a la lluvia en juego de luces, y a su vez la brisa le responde al astro rey descomponiendo sus rayos en arcos de colores que se repiten a diferentes alturas.

La Ruta para llegar…

Para llegar a esta maravilla natural, protegida por la Sociedad Cooperativa “Centro Ecoturístico Cascada El Aguacero”, luego de llegar a México se debe encaminar a Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas.
Ahí, en el zócalo, ponga el tacómetro del auto en ceros para iniciar el camino rumbo a Ocozocoautla, mejor conocido como Coita, ciudad que cruzará cuando el marcador de kilometraje recorrido llegue a 30, tomando la carretera federal 190 que conduce a la Ciudad de México.
Ya en “Coita” debe seguir la travesía en carretera pavimentada hacia la ciudad de Cintalapa, y detenerse cuando marque 16 kilómetros, buscando a la derecha el anuncio correspondiente.
Allí el conductor toma por una terracería, a aún con un auto pequeño puede avanzar hacia el ejido Lázaro Cárdenas, municipio de Ocozocoautla, y, de ahí, dos kilómetros adelante encontrará el estacionamiento del Centro Ecoturístico, con una choza, una hamaca, un restaurante y un graderío, el inicio de una larga caminata.
Ya desde que cruza el ejido Lázaro Cárdenas el turista va encontrando sorprendentes paisajes naturales, dominando la vista los dos grandes cerros que forman parte del Cañón Río La Venta.
A ratos uno se detiene a admirar lo escarpado y el color de los enormes cerros cuyos cortes abruptos maravillan al ojo humano y a la lente de la cámara.
Las aves también se ven sorprendidas por el paseante y anuncian su llegada, especialmente la escandalosa urraca, en los meses de noviembre a febrero las cotorras.
El gobierno del estado construyó el camino de acceso, por ahora de terracería: algunos tramos, sin embargo, requirieron de rampas hechas a base de concreto hidráulico.
Al llegar al estacionamiento el paseante se encuentra con el aviso de no cazar animales ni hacer fogatas, para proteger al garrobo, la iguana, el tejón, el tlacuache, los armadillos, el tepezcuintle, el nocturno jabalí y otras decenas de mamíferos e insectos que le dan vida a la biosfera.
Un incendio ahí sería de catastróficas consecuencias, sin duda se salvarían momentáneamente las urracas, tortolitas, cotorras, palomas y chachalacas adultas, pero no sus polluelos, cuyos nidos aparecen en miles a lo ancho y largo de los bosques que integran la biosfera.
Lo que sí arrasaría el fuego son los frescos cedros, robles, mulatos, mujús, ceibas, jobos, guanacastes, entre otros, convertidas actualmente en parte importante de México y del mundo.

La Cueva El Encanto…

Todo esto lo explica el guía turístico que en esta ocasión aguardó nuestra espera con paciencia, Domingo López López, de la etnia tzotzil.
De inmediato nos llevó a la Cueva El Encanto, una gruta a 200 metros del estacionamiento, donde se observa una cruz a la que la gente del pueblo engalana cada 3 de mayo para agradecerle a Dios la bendición que envió al lugar a través de esta gruta.
Se trata de un río subterráneo, fresco y transparente, que viaja discreta, sigilosamente.
En esta cueva El Encanto el río se deja mostrar escasos segundo.
Al entrar a la gruta el paseante puede escuchar el crujir del cerro, tras el golpeteo perenne del sigiloso río, abriéndose paso, golpe a golpe, cada vez menos discreto.
Ambos, cerro y río, aprendieron a vivir juntos y juntos, al final, dieron paso a la maravilla natural que surca el espacio, metros adelante.
Es este río subterráneo el que brota en forma abrupta del alto cerro, también abrupto, donde quiso Dios ver a este afluente emergiendo a la luz del cielo, en lo que pareciera ser la derrota del alto cerro, que, por lo mismo, comienza a llorar a cascadas, miríadas de cascadas que surcan el cielo de la biósfera y viajan empujadas por el viento a varios rincones de Chiapas.

Actividades turísticas…

Nada más delicioso que dejarse mojar por El Aguacero.
Al río hay que llegar con ropa apropiada, de baño, para que el goce sea total.
Desde antes de llegar a El Aguacero, cuando apenas se acerca uno al río, la fresca brisa acaricia el cuerpo y arroba al alma.
Ya en pleno aguacero la lluvia envuelve todo: al cerro de donde brota, a las peñas de enfrente, a la arboleda y las aves que cruzan esa franja.
La pesca, así, se hace más agradable, y las mojarras se dejan ver en las pozas profundas, mientras el bagre barrigón prefiere no mostrarse, pero igual aparecen las sardinas, macabíes, cangrejos y tortugas.
Pero, cuando el río crece, también se puede viajar en balsas, iniciando aquí un emocionante recorrido para salir al Puente Chiapas, cuatro días después, lo cual puede intentarse en los meses de julio a septiembre, disfrutando las paredes verticales de esa fractura geológica, admirando sus cavernas, los rápidos del río que por algunos tramos se desplaza con una anchura de hasta 90 metros, convirtiéndose de pronto y casi sin aviso en un embudo de menos de diez metros, donde con dificultades y a base de gran presión el torrente se abre camino.
La fotografía también se torna deliciosa y emocionante, resulta divertido cazar al arco iris, quien juega a las escondidas con el Sol y la nube. Cazarlo requiere de un poco de suerte, un buen sol y un viento cómplice que aleje todo asomo de nube.
A determinadas horas aparece no uno, sino varios arcos de colores, en lo alto, junto a las ramas de la Ceiba, en cada caída de agua de las miles que brotan del cerro, para disfrute del mundo.

RECORRIDO EN LANCHA para llegar a LAS PALMAS (Municipio de Acapetagua) -1_2-